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El Viaje de la Maternidad

EL VIAJE DE LA MATERNIDAD UNA OPORTUNIDAD PARA CURAR TU PROPIA HISTORIA

«La imagen que sigue persistiendo es la de la maternidad romántica e idílica que todas anhelamos».

Y aun así, la autora nos ofrece un relato de la complejidad de sus primeros meses de maternaje, recordándonos con su vivencia que las sombras surgen, sí, y que con conciencia también emerge la luz.

Cada vez creo con más firmeza que es la historia de cada uno, nuestra historia, la que nos puede condicionar en nuestro maternaje. Evidentemente hay otros factores, como son la personalidad, preferencias y valores de vida de cada uno, que nos pueden condicionar en la elección de un tipo u otro de crianza. Pero en la profundidad de esta elección, es la nuestra historia la que puede marcar nuestra maternidad. Soy madre desde hace algo más de un año, y doula desde hace seis, y durante este tiempo he tenido el privilegio de poder acompañar maternidades y maternajes preciosos.

Algunos más fluidos, otros más complejos, y todos únicos en la esencia. Con la llegada de mi propia maternidad he podido constatar que los patrones de crianza que se tienen integrados desde bebé, vínculo seguro o inseguro, surgen con fuerza cuando te conviertes en madre o padre. La entrega que acompaña a la persona que ha tenido un patrón de vínculo seguro no se manifiesta cuando el patrón de vínculo es inseguro… Como madre o padre, sientes fluir en esta entrega, generar vínculo seguro con tu hijo o hija, pero no te surge de manera natural.

A cada paso del camino debes pensar cómo hacerlo, esforzarte por crearlo, para que no surja una respuesta, una mirada o una actitud que no se corresponda con el vínculo escogido. Se puede conseguir… pero genera mucho más esfuerzo. La crianza con vínculo es fundamental para los hijos e hijas, y los dos primeros años de vida son trascendentales para su propia historia de vida. A pesar de saberlo y haber escogido este tipo de crianza, he podido comprobar cómo nuestra historia afecta directamente al maternaje de nuestros hijos. Profundamente. En mi caso, tengo la certeza de que la carencia afectiva vinculada a mi nacimiento, que he arrastrado toda la vida, ha marcado mi maternidad. Es una carencia cuidada, aceptada, trabajada… Pero la cicatriz todavía está.

Las personas que hemos tenido una infancia compleja, por el motivo que sea, tenemos una cicatriz, una señal, que nos recuerda y nos evoca lo vivido. Si hemos tenido oportunidad de reparar, ya sea con una familia o un entorno amoroso, y podido ponerle mirada y conciencia, el trabajo de curación y reparación es, en cierto modo, más fácil. Aun así, es nuestra historia, y siempre nos acompañará. Personalmente, estoy convencida de que si no hubiera recorrido este camino de transmutación mi hija habría vivido una crianza completamente opuesta. Porque yo habría huído del vínculo. Por profundo, por todo aquello que este modelo de crianza en el cual creo llega a removerte y a hacerte resurgir.

Si a la historia de cada uno le añadimos que nuestra sociedad es individualista y poco dada a hacer tribu, tenemos los factores necesarios para que aumenten estas historias tan complejas de maternidad. Porque estamos muy solas y solos criando, y eso no ayuda a traspasar las propias sombras… sino todo lo contrario.

UNA HISTORIA QUE MARCA

Mi historia de vida, posiblemente como la de muchas otras personas, no ha sido muy fácil en algunos aspectos. Me adoptaron con ocho días de vida, los cuales pasé en un hospital, sola, sin mi madre, sin ninguna madre.

A menudo me dicen: “Vas a tener suerte, eras muy pequeña y no te enteraste de nada“. Es cierto que era muy pequeña… pero no lo es que no me enterara de nada. Ya sabemos la importancia de la vivencia de la madre durante la concepción, el embarazo y el parto. La importancia del vínculo, de las primeras horas de vida… Ocho días son muchas horas de incertidumbre, de soledad, de miedo, de llanto… de abandono.

Llegué a una casa donde no todo fue fácil, pero donde me han dado todo el amor que les ha sido posible, y me siento profundamente agradecida de haberlo recibido. Una casa en la a lo largo de los años he podido entender que lo que me han dado era lo que podían darme, y que está perfecta tal como está, porque mi historia de vida me ha definido: quién soy, cómo soy, dónde estoy.

La generación que nos precede está marcada por muchas carencias afectivas y emocionales, y desgraciadamente eso es lo que nos han transmitido a muchos de nosotros, ya que antes era mucho más difícil encontrar espacios y entornos donde cuidar y expresarse emocionalmente. Es nuestra generación la que ha vuelto a conectar. Irónicamente hemos desconectado de muchas relaciones humanas en pro de conexiones tecnológicas, pero también hemos conectado con las carencias que algunos de nosotros arrastramos de las generaciones que nos preceden. Y esta conexión nos ha hecho darnos cuenta de que había algo que no iba bien.

Esta revelación fue lo que marcó mi camino como a doula. Después de trabajar en varias guarderías, y ver cómo a veces se dejaba llorar a los bebés, muchas veces porque no había más manos, ni más recursos,  conecté con una parte profunda y herida de mi vida, y eso marcó un antes y un después en mi historia. Junto con la resiliencia, la mera capacidad de transmutar una experiencia negativa en una positiva que te permite integrar el aprendizaje para convertirlo en evolución, he podido avanzar, creando un proyecto para mimar y poner conciencia y mirada en la importancia del vínculo.

Durante siete años caminé con la ilusión de ser madre algún día, para poder fluir y disfrutar con aquella entrega que veía en muchas madres, aquella entrega que me venía tanto gusto sentir. Una gran ilusión por ser madre como las madres que estaba teniendo el honor de acompañar en sus maternajes… Pero, llegó mi maternidad. Tan diferente a como había sido soñada… Aquellas expectativas que tantas veces te has dicho a ti misma que no tiene ningún sentido crear, y que aunque lo sabes aparecen nuevamente, una vez más.

SURGEN LAS SOMBRAS

Y con mi maternidad surgieron todas las sombras de mi infancia. Durante unos meses incluso oí la necesidad de alejarme de mi madre. Mi niña pequeña resurgió de alguna parte no sanada, y mostró su enfado. Hacia ella y hacia la otra madre. Hacia todas las madres del mundo, hacia mí misma como madre. Y si todavía no tenía suficiente con las olas que la crianza de mi hija estaban removiendo, llegó aquella ola, la fuerte, la mi infancia al descubierto. Me sacudió, me dejó hecha polvo, y me costó muchísimo espolearme la arena de la piel. Llegué a sentirme agotada a un nivel que nunca yo pensé que podría llegar a sentir. Agotada de tener que sentir que la maternidad era maravillosa. Que sólo podía ser  maravillosa.

Porque es cierto que la maternidad conlleva momentos maravillosos, los que todos sabemos: el primer sueño, aquella primera mirada de reconocimiento, aquel «eres tú»… y esos otros momentos más íntimos, que nadie te había explicado, pero que suceden, y que hacen que tu corazón lata más fuerte, y entiendas desde dentro todo lo que habías visto y acompañado desde fuera, ese amor profundo que te nace cuando ves y miras a tu bebé. Aun así, yo sentí, profundamente… que no sólo era maravillosa. Mi máximo agotamiento llegó hacia los doce meses de vida de mi hija, cuando comenzó a despertarse aún más por las noches. Pedía teta, pedía mamá, pedía brazos… y yo no podía más. Va surgir todo el cansancio acumulado de esos meses, y sentí que había llegado a mi límite. Porque el camino hasta allí había sido realmente intenso y agotador…

El viaje se inició después del embarazo que ya había empezo a remover aspectos profundos de mi ser, con un parto que fue muy intenso. En casa, sí; respetado, sí; como siempre habíamos deseado, sí; pero muy intenso. Un parto en el todos los que lo vivíamos sabíamos que la única alternativa a lo que estábamos viviendo era una cesárea. Fue un parto que me traspasó, y que volvería a traspasar, pero que me ha marcado profundamente. Porque mi parto fue doloroso, pero también guarneció vivencias de mi pasado. Con mi pareja de la mano, y Blanca, la comadrona, maravillosa Blanca, sosteniendo, pude parir, traspasar, curar. Porque se puede, porque las mujeres podemos. Nació nuestra preciosa hija, y llegó la primera mirada, deseada desde ¡Hacía tanto tiempo! En ese momento sentí que todo estaba bien, que ya todo iría bien… hasta que mi hija empezó  a mamar.

CUANDO AMAMANTAR ES DOLOROSO

Entramos en la profundidad de la lactancia, aquella lactancia que había podido acompañar tantas veces, esa lactancia que desde fuera es de un color, y desde dentro tiene todos los colores que te puedas imaginar. Sentí dolor. De nuevo. Lloré por el dolor vivido en el parto, por el dolor demi hija al mamar, por el dolor de la pérdida de la idea de una lactancia fácil y fluida. Porque amamantar no tiene que hacer daño. Eso dicen, eso he dicho muchas veces. Pero a mí me ha hecho daño. Con mis recursos, y los recursos de las personas que estaban cerca mío, profesionales, acompañantes… Aun así, nuestra lactancia había sido muy dura. El tercer día después del nacimiento, por la noche, marcó un antes y un después en nuestra lactancia; pezones con grietas, subida de leche… Mi cuerpo ya no podía sostener más dolor.

Y decidimos probar con las pezoneras, en uno de los casos donde aconsejarlas puede ser una opción, para suavizar el dolor, y dar tiempo al cuerpo para curar las heridas. Y  he tenido suerte. Pude descansar un poco, y la intensidad disminuyó. Fueron nuestras aliadas, y pudimos reafirmar lo que tantas veces habíamos dicho con mis compañeras: una pezonera no hace para todas, pero cuando es apropiada puede salvar una lactancia.

Las pezoneras al principio nos llevaron a una tregua, días, hasta la semana después de su nacimiento más o menos, cuando ella empezó a llorar. Lloraba de día, de noche, en casa, fuera de casa, en los brazos, en el portabebés, en el coche, en la cama… Ella lloraba proporcionalmente a como yo me desbordaba, y mi pareja hacía lo posible por sostener. Yo sentía pánico de todo. Pánico de cualquier cambio, estaba bloqueada, me sentía incapaz de nada. Sólo pensar que volvería a llorar de aquella manera, aquella manera visceral que sólo entiende una madre del llanto de su propio hijo, me aterrorizaba. Dejaba pasar los días, entre la intensidad de la lactancia, el pánico en su llanto, su llanto mismo… Tengo unos recuerdos muy difuminados y poco dulces de las primeras semanas. Aquellos días que son la «luna de piel», que han de ser muchísimos y a veces lo son pero muchas otras veces no, un puerperio profundo, son de los días más duros que he vivido en mi vida.

MANOS QUE SE OFRECEN

No fue nada fácil. Realmente hasta los primeros tres meses llegué a estar en la profundidad de la cueva más oscura. Me atemoraba hacer cualquier cosa que pudiera hacer que volviera a llorar. Pero ella necesitaba llorar. Y cuando aceptamos que lo necesitaba, que podíamos intentar acompañarla en aquel llanto, aunque no nos era fácil, poco a poco pudimos salir de la oscuridad. Y hubo personas maravillosa a nuestro lado durante  aquel tiempo, que intentaron acompañarnos, darnos opciones, propuestas… Pero yo me sentía tan perdida, tan hundida, que no podía cogerme a ninguna mano. Me siento agradecida de haber sentido su presencia cerca, a pesar de que en ese momento sé que no pude mostrarlo, ya que sobrevivía día a día. El cambio radical que vivió la relación con mi pareja también fue un punto de inflexión aquellos días. Me costaba entender que pudiéramos sentirnos tan lejos el uno del otro, en un momento de nuestra vida en el que todo habría de haber sido mágico y merecido.

Antes de ser padres nos sentíamos orgullosos de nuestra relación, una relación cuidada afectivamente, con mirada, atención, tiempo… Y cuando va nacer nuestra hija durante mucho tiempo eché en falta a mi marido. Afortunadamente, aunque desde otro lugar, quizás más real, poco a poco hemos ido reencontrándonos.

Y así, a los doce meses, llegué a mi límite. Sosteniendo a mi hija y a mi niña interior, las dos pidiendo teta, mamá y brazos… Estaba agotada. Agotada de doce meses de contención, de esconder, de sentir que debería fluir con esa crianza en la que creo, de ponerme más y más presión, de sentirme perdida, de echar en falta a mi marido, de echarme en falta a mí misma. Agotada de ver a mi preciosa hija y de sentir que no estaba a la altura, porque sabía que ella sentía que me costaba, que estaba agotada, y que había una parte de mí que quería escapar. Quería huir de este vínculo, de ese vínculo que me movía en la profundidad de mi alma, y que por eso lo estaba viviendo, y lo sabía, sabía que todo estaba bien. Pero una cosa era saberlo, y otra sentirlo.

Mi ser se aferraba a aquel abismo al límite del cual me había llevado. Necesitaba desesperadamente huir, escapar, de aquel vacío, resistirme a la caída. Me rompía por dentro. Tenía tanto miedo… Pero finalmente dejé ir. Y caí. Permití que todas las resistencias, las miedos, las sombras, la oscuridad, todo lo que había estado tapando, frenando, intentando controlar, escondiendo durante un año me abrazara. Y mientras quería, mientras el vacío me envolvía, volví a sentir paz. Por primera vez, en mucho tiempo, llegué a sentir paz. Las palabras empezaron a salir, las lágrimas fluían, las páginas en blanco empezaron a llenarse… Y me pude curar. Porque cuando actúas, modificas.

Cuando expresas, pones conciencia. Y la conciencia me ayudó a aceptar, aceptar que podemos sentirnos así, aceptar nuestra maternidad como única en su propia esencia. Porque esa conciencia y esa mirada, que aunque nos cueste, ponemos en nuestros maternajes y sanan. Y serán luz para nuestros hijos e hijas cuando ellos se conviertan en madres o padres.

PONER CONCIENCIA

Vivir esta experiencia ha sido una oportunidad y un aprendizaje. Y me ha ayudado infinitamente. A entender que maternar no es sólo de color rosa. Que aunque puedas tener a alguien que te acompañe y se ofrezca, partimos de unas carencias sociales, generacionales y afectivas muy grandes, que pueden desbordarte y hacerte difícil coger la mano que te ofrecen, porque el bucle en el que te encuentras no te lo permite.

Entendí a una amiga doula, que me hablaba de la importancia de poder «compartimentar». Sentirte tan bien siendo madre como siendo maestra. Llendo a cenar con amigas o en el cine con tu pareja. Compartimentar sin sentimientos de culpa, sin sentirte mala madre por hacerlo. Aceptando que también es justo para nosotros, si lo necesitamos, poder darnos unos espacios para nosotras, como mujeres, parejas, hijas, amigas… Porque cuando hay una buena fusión entre la madre y el bebé, llegado el momento, puede darse una diferenciación de manera sana. A comprender la gran diferencia que hay entre acompañar desde fuera y vivir desde dentro. He podido sentir esta maternidad más profunda y compleja, a menudo estigmatizada y poco hablada, ya que la imagen que sigue persistiendo es la de la maternidad romántica e idílica que todas anhelamos.

Y a pesar de todo ello, ciertamente también hay maternajes fluidos y placenteros. Si tu propia historia te ha permitido crecer con pocas carencias, esa crianza de vínculo seguro surge de manera natural, fluye, de manera innata. Otra buena amiga escribió un artículo en el que hablaba de la entrega de la maternidad(2). Cuando lo leí hace unos meses, pude  vivir mi maternidad desde aquella madurez, desde aquella entrega serena y consciente. Es posible, afortunadamente estas maternidades también ¡Existen! He podido entender también que necesitaba compartir mi vivencia. Para aportar un poco más de luz a esta cara más oscura de la maternidad. Abriendo así un poco más la puerta de la oportunidad a las mujeres y madres que lo necesitemos, a expresar nuestra vulnerabilidad.

Poder expresar que la maternidad es maravillosa, sí. Pero no sólo es eso. Expresar que podemos parir  y que sea un parto intenso. Y amamantar, si lo queremos, aunque sea con pezoneras. Y perder a tu marido y reencontrarte conectando con él. Y sentirte agotada, y querer huir a veces… o muchas veces. Expresar que puedes sentirte desbordada por la tu propia historia, que puedes tener miedo de traspasar tus sombras a tus hijos, y sentirte culpable por casi todo. Expresar y sentir que, aunque tengas un ideal de crianza, tu propia historia puede condicionarte, y que no nos ayuda la expectativa social de la madre perfecta. Porque no hay madres perfectas, sino madres humanas; cada una de nosotros con nuestra mochila y nuestro camino recorrido, que hacemos lo que podemos con lo que tenemos.

Esta primera etapa de mi maternaje, me ha llevado a entender y afirmar que, con conciencia, palabra y mirada, siempre que así lo sientas, puedes llegar a modificar y curar tu propia historia. Y aquí surge la confianza. La confianza en pensar que cada vez que una madre se está curando, a través de la propia oportunidad que maternar ofrece, está abriendo una puerta de luz para las maternidades que ocurrirán.

Finalmente me emociona compartir que la relación con mi hija ha cambiado. Se ha curado algo muy profundo al poder expresar y aceptar mis vulnerabilidades y carencias. La cicatriz siempre nos acompañará pero nuestro vínculo se ha reforzado. Ahora disfrutamos de la lactancia, ya no se despierta tanto por las noches…Y yo me siento agradecida. Hemos traspasado juntas este túnel, con mi pareja siempre cerca, acompañándonos desde del amor incondicional. Y dentro de mí resuena la certeza de que mi hija también lo siente así. Por cómo me mira, por cómo la miro. Y por primera vez en muchos meses, sonreímos. Sonreímos, y seguimos caminando.

Notas 1. El vínculo de apego seguro, según la teoría del apego, formulada inicialmente por John Bowlby, es el resultado de establecer un vínculo de apego saludable durante los primeros meses de vida. Se considera que condiciona en buena medida el bienestar emocional futuro.
2. Raquel Guimerà: «La opción de la entrega. Un testimonio sobre los sentimientos de la maternidad», a Vivir en familia, núm. 63, mayo-junio de 2016.

El viaje de la maternidad (28 de marzo de 2018) VIURE EN FAMÍLIA 68
Texto: NÚRIA ALSINA PUNSOLA. Doula y Especialista en Primera Infancia y Crianza

El viatge de la maternitat
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El viatge de la maternitat